El Tribuno

Raúl Aráoz Anzoátegui, un poeta cumplen cien años del nacimiento del escritor salteño, un número redondo que

–Centenario ●Se

Leonor Fleming Escritora, ensayista

Este 31 de marzo se cumplen cien años del nacimiento de Raúl Aráoz Anzoátegui. Un número redondo que llama a la reflexión sobre su personalidad y su obra. Como escribió Ítalo Calvino, un clásico nunca termina de decir lo que tiene que decir, porque cada época hace su propia lectura. Conviene entonces volver a la obra de Aráoz, para averiguar qué nos dice hoy y qué encuentra en ella el lector. Para que ocurra ese reencuentro, para que los libros digan lo que tienen que decir, deben ser reeditados y estar al alcance de los lectores en bibliotecas, en aulas y en plataformas.

Una vida de poeta

Para escribir sobre “El Negro Aradito”, como lo llamaban mis hijos cuando niños, interpretando el enorme afecto que irradiaba en nuestra casa su figura, recurro a los versos de Antonio Machado que lo presentan tal cual era: un hombre bueno “en el buen sentido de la palabra, bueno”. El dato excepcional de su biografía fue justamente su capacidad para llevar una existencia armónica: en un ámbito difícil, como el literario, que suele oscilar entre la queja y la jactancia, sorprende una personalidad calma y temperada, regida por una deliberada buena fe, que buscó y encontró en cada uno su virtud.

Con la materia de una vida familiar plena y del “el amor amoroso de las parejas pares” (verso que tomo en préstamo al poeta mexicano López Velarde), y con una bien nutrida biblioteca, Raúl Aráoz construyó sus poemas.

Demoradamente, sin ansiedades que perturbasen su ritmo, fue rumiando versos que maduraron tan lenta como profundamente y que, como moneda de intercambio, iba guardando en su vieja billetera: todo un símbolo del valor que el poeta daba a los poemas. Si la poesía, más que auto-expresividad o comunicación, funciona como intermediaria entre el mundo y su nombre exacto (en palabras de Blas Matamoro), la de Aráoz Anzoátegui, una y otra vez, abierta o sigilosamente, nombra el amor, lo sorprende y avista a través de sus múltiples caras.

Una potente afectividad carga a esta poesía aparentemente apacible. El amor para abreviar dibuja el contorno de un mundo propio que incluye formas variadas de un mismo estado de armonía con el paisaje y las personas. En sus mejores versos, Aráoz no predica sobre el amor sino que lo pone en acto, seduce a las palabras para que lo instauren: el amor familiar, en la ternura con que convoca al pequeño hijo ausente “junto a las palomas color tormenta/ de la Plaza Roja”, o el volcado a los amigos que llegan a deshora “dejándonos un poco/ de tierra en las baldosas”; el comprometido con los desvalidos de “esta mitad de América” y el del respeto afectuoso por los antepasados que sobreviven en los retratos.

Como constante proteica que se manifiesta en toda la obra, el amor de pareja, el sentimiento más firme, crece y se desarrolla: desde el yo enamorado y el tú de la amada ausente y recobrada en la naturaleza, de las composiciones de “Tierras altas” (1945), su primer libro, o la presencia jubilosa en

“Rodeados vamos de rocío” (1963), hasta el amor maduro que se funde en un “nosotros”, capaz de resistir el paso del tiempo. “En pasar la vida” (1974) escribe: “Mira/ somos iguales que antes/ cuando dijimos/que nos queríamos. Sólo los otros/ ahora/ son diferentes”; un haber vital que rescata el “somos”, lo que se logró a lo largo de “tantos duros y hermosos años”, como dice la dedicatoria a Renée, su mujer.

En ese balance, el amor resulta ser “lo único que sólo no pude construir nunca”, aunque tenga que sumar renunciamientos: “Mira/ qué pronto/ los árboles crecieron en la casa. Cómo tuvimos que podar los sueños/ para que la luz entrara de lleno”. Estos versos marcan el núcleo más intenso de una obra que ha ido desechando lo accesorio para dejar lo fundamental: el amor en su intimidad, plantado en el texto a partir de un trato diario con la poesía; una escritura demorada, de lenguaje directo, casi cotidiano, apto para lo esencial. Vida y obra fueron entonces en la misma dirección; en ambas se impuso la personalidad del hombre condescendiente, generoso, sabio, sin envidias que, no ajeno a una época acelerada, construyó con calma lo que vale la pena, vida y literatura, dos palabras que para él significaron la misma cosa.

/artes&vida

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2023-03-31T07:00:00.0000000Z

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